Episodio 15. Sapiens. ¿Nacimos para correr?

(Autor: Héctor García Rodicio https://www.instagram.com/correrporsenderos/)

Un martes cualquiera. Siete de la tarde. El parque grande de tu ciudad, el paseo marítimo, una avenida, un polígono industrial o una urbanización en las afueras. ¿Qué ves a tu alrededor? Gente corriendo. “Mucha” gente corriendo. A solas, en pareja o en grupo; con auriculares o sin ellos. Con zapas de 20 euros o de 200. Miles de runners yendo de un lado a otro de la ciudad, como si de un hormiguero se tratase. Ahora, un domingo cualquiera de primavera. Hay carrera de trail en un monte cualquiera de tu región, con distancias corta de 20 kms y larga de 40. ¿Qué ves en la línea de salida? Una marabunta de gente bajo el arco. Dorsales acabados desde hace un mes. Un pueblo de mil habitantes que recibe de golpe y porrazo otras mil personas, ataviadas con prendas de color fluorescente a cada cual más chillón. Runners, runners, runners.

A juzgar por este fanatismo, uno puede pensar que, en efecto, los seres humanos estamos hechos para correr. Pero, al mismo tiempo, ocurre que el running es un deporte bastante lesivo en comparación con otros con injustificada peor fama como hacer pesas o CrossFit. Es verdad que en el top de las actividades que provocan lesión están los deportes de equipo, como el fútbol o el baloncesto, puesto que implican explosividad, cambios rápidos de dirección y de ritmo. Pero es que el siguiente cajón lo ocupa el running, especialmente entre quienes tienen menos experiencia o entrenan más duro. Según los estudios, uno de cada tres runners sufre una lesión cada año. La rodilla, la pierna baja (que incluye la tibia, en la parte anterior, y el tendón de Aquiles, en la parte posterior) y el pie son los focos “estrella”. ¿Te suenan el síndrome de la cintilla iliotibial, la periostitis tibial, la tendinopatía del Aquiles o la fascitis plantar? Ya somos dos.

Entonces, ¿está o no nuestra especie diseñada para el running? ¿Deberían esas altas tasas de lesión disuadirnos de salir a correr y convencernos de que el running es, en realidad, una actividad moderna que nos hemos inventado para ejercitar nuestro sistema aeróbico? ¿Es el lema “Born to Run” de McDougall una frase muy “cool”, pero un mero cuento chino en verdad? Para resolver estas preguntas tan directas no va a quedar más remedio que escarbar un poco en la superficie y plantear cuestiones de bastante mayor enjundia… "¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos?" Sí, sí, me has oído bien, no es broma. Para saber si correr es algo natural para nuestra especie, necesariamente tendremos que profundizar en la naturaleza de nuestra especie, abordando así las famosas “tres grandes preguntas del ser humano”. Y eso es precisamente lo que vamos a hacer hoy.

Sin más dilación, vamos al turrón.

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¿QUIÉNES SOMOS?

Somos simios que se bajaron de los árboles. Ni más ni menos. Definirnos así puede sonar simplista, pero es que esa simple definición encierra el montón de adaptaciones con que sólo nuestra especie cuenta y que nos caracterizan. A diferencia de nuestros primos chimpancés, con quienes compartimos un antepasado común y el 98% de nuestros genes, tenemos piernas largas y brazos cortos, un cerebro extremadamente hipertrofiado, un intestino relativamente pequeño, nos desplazamos erguidos y carecemos de pelo en todo el cuerpo salvo la cabeza (bueno, algunos ni ahí siquiera tienen… ).

Más concretamente, contamos con todo un abanico de rasgos que nos hacen seres omnívoros, enormemente creativos y colaborativos, excelentes caminantes y, atención, corredores de fondo sin rival en todo el reino animal. Así pues, ya tenemos nuestra primera respuesta: sí, nacimos para correr. Pero veamos en qué se basa esta afirmación.

Contamos con una serie de adaptaciones destinadas a cuatro funciones específicas, las cuales participan en la carrera a pie, pero no en la marcha: eficiencia, fuerza, estabilización y termorregulación.

Eficiencia. El arco de nuestro pie y los tendones que lo unen a la pierna, especialmente el Aquiles, funcionan como un muelle al correr. Almacenan energía elástica durante la fase de contacto de la zancada para devolvérnosla en la fase de vuelo sin coste energético, propulsándonos hacia adelante como si hubiéramos pisado sobre un trampolín. Es como una e-bike: tú debes pedalear, pero una parte importante del esfuerzo recae sobre el motor eléctrico. Y, que quede claro: ni el arco plantar ni el tendón de Aquiles participan en la marcha, puesto que caminamos entrando de talón y no de medio-pie.

Fuerza. Al caminar, lo hacemos completamente erguidos, pero al correr nos inclinamos ligeramente hacia adelante. Los músculos de la espalda baja y, sobre todo, el glúteo, actúan para soportar el peso del cuerpo y evitar así que nos vayamos de bruces contra el suelo. El glúteo, de hecho, es el músculo más fuerte del cuerpo humano e inexistente en chimpancés, que tienen lo que viene siendo un "culo carpeta" de manual. De nuevo, el glúteo trabaja cuando corremos, pero no se activa cuando caminamos.

Estabilización. Al correr, los pies se separan mucho del suelo, creando gran inestabilidad. En cierto momento de la zancada tenemos un pie sobre el suelo y el otro y toda la pierna correspondiente muy alejado del centro de gravedad. De algún modo, es como si alguien nos agarrarse de una mano y tirase hacia un lado, intentando hacernos caer, y quisiéramos mantenernos firmes; lo que haríamos sería inclinarnos hacia el lado contrario para compensar el tirón y equilibrarnos. Como respuesta a la inestabilidad de la carrera, lo que hacemos es bracear. Y para bracear necesitamos un tronco que se mueva con independencia de la cadera y un torso que se mueva con independencia de la cabeza. Y eso es exactamente lo que tenemos, pudiendo así contrabalancear cada pisada con el tronco y los brazos y pudiendo mantener la mirada fija hacia el frente durante la zancada. Una vez más, nada de esto es relevante en la marcha, pues al caminar apenas separamos los pies del suelo.

Termorregulación. Algo muy obvio que nos diferencia del resto de nuestra familia mamífera es que carecemos de pelaje. Eso es muy útil para no pasar calor al desplazarnos largas distancias bajo un sol de justicia. Algo menos obvio es que tenemos el cuerpo repleto de glándulas sudoríparas. Eso es crucial cuando realizas actividad de cierta intensidad y durante cierto tiempo: cuando corres largas distancias, para ser más exactos. Si no pudiéramos disipar el calor generado durante la carrera, no podríamos sostenerla mucho más de un par de minutos, que es justo lo que le ocurre al guepardo, rey por excelencia del sprint: se pone a 100km/h en menos de 5 segundos, pero debe detenerse pasados 400m si no desea hacer explotar el motor… El mecanismo de sudoración, que ya tratamos ampliamente en los episodios 9 y 11, tiene algunos inconvenientes, como aumentar la deshidratación, pero es sin duda un ingenio muy acertado de la evolución: nos convierte en auténticas estrellas del endurance, a años luz de lo que pueden lograr otros animales a través del jadeo.

Eficiencia, fuerza, estabilidad, termorregulación. Cuatro mecanismos imprescindibles para la carrera a pie e irrelevantes para la marcha y para los que hemos desarrollado adaptaciones específicas. Nacimos para correr. Sí, ya te lo puedes tatuar en el brazo o estampar en una camiseta. La pregunta ahora sería por qué, para qué nos sirvió correr que no pudimos lograr caminando. Kilian Jornet dice "si puedes ir corriendo, ¿Para qué ir caminando?", Y es que correr es más divertido que caminar, pero ¿Es realmente tan ventajoso?

¿DE DÓNDE VENIMOS?

Habida cuenta de que somos atletas de fondo, simios sin pelo capaces de correr largas distancias, ahora la pregunta es por qué, ¿Qué circunstancias lo propiciaron? ¿Para qué nos sirvió correr que no pudimos obtener por otra vía? La respuesta corta es que un cambio climático nos obligó a correr. Pero dicho así nos deja como que ni frío ni calor y habrá que desarrollarlo un poco más…

Hace varios millones de años un cambio climático convirtió lo que era un bosque tropical, lluvioso, cálido y con densa vegetación, en una sabana, un hábitat mucho más pobre, con hierbas, arbustos y unos pocos árboles aquí y allá. Los árboles, nuestra casa y, más importante aún, nuestra despensa, fueron desapareciendo hasta dejarnos desahuciados; dejarnos en medio de un hábitat desconocido: una sábana sin ramas ni frutas ni hojas. Hubo que hacer borrón y cuenta nueva: caminar en lugar de trepar por las ramas; caminar erguidos para no gastar tanta energía, como ocurre cuando nos desplazamos en cuadrupedia, y para no recibir tanta insolación; y, lo más gordo, comer lo que logremos pillar, porque la despensa de frutas y hojas se esfumó…

Quedarnos sin despensa tuvo un enorme impacto. Primero, supuso cambiar un sistema digestivo gigantesco, que era necesario para lograr extraer suficiente energía y nutrientes de las pobres frutas (que no son como esas dulces y poco fibrosas que encuentras hoy tú en el supermercado), en favor de un cerebro gigantesco, que llega a consumir el 20% de nuestra tasa metabólica y que fue necesario para idear maneras de encontrar qué narices llevarnos a la boca en aquel páramo. Y, así, equipados con esa máquina de pensar, logramos encontrar cosas como raíces, bulbos y tubérculos y, con suerte, animales, que cazábamos nosotros mismos o que carroñeábamos.

Y aquí es donde entra en juego el correr. La única manera de competir contra los otros carroñeros, las hienas, era llegar antes que ellas al cadáver, que sería un verdadero festín después de días de ayuno. Y para llegar antes había que correr. O corrías o te quedabas sin cenar, que las hienas ya habrían olido la carroña a kilómetros de distancia. Y respecto a la caza, hasta que el paleolítico no estuvo bien avanzado, no contamos con herramientas sofisticadas, como el arco y la flecha, y debimos conformarnos con simples lanzas, que sólo sirven cuando has logrado aproximarte lo suficiente a la presa. Para llegar a ella, nuevamente, tuvimos que correr; tuvimos que correr y correr sin mucha prisa, pero sin descanso, detrás de ella hasta que quedase rendida de agotamiento y a punto de colapsar, por carecer de nuestro mecanismo de refrigeración: el sudor. Estando ya ese antílope tambaleándose exhausto y a tiro, es cuando lanzaríamos nuestro golpe final y voilá: cena delicatessen para toda la tribu.

Lo bueno de conseguir ese premio tan peleado que era la carne es que nos aportaba una ración estupenda de energía y nutrientes. La carne y, muy en particular, las vísceras, aportan una cantidad y calidad de proteína, grasa y micronutrientes lejísimos de lo que podemos rascar de un tubérculo y no digamos ya de unas hojas. Las vísceras tienen una inigualable densidad nutricional (concepto que aprendimos en el episodio 11). Esas grasas son las que hicieron posible mantener nuestros enormes y energéticamente caros cerebros. Y las carreras que nos pegamos para fatigar a la presa o para acceder a la carroña antes que las puñeteras hienas son las que hicieron posible obtener esos nutrientes. Correr o morir, ésa fue la cuestión en el entorno hostil de la sabana.

Y, como vivimos en el siglo XXI, pero con el mismo cuerpo paleolítico de aquellos practicantes del carroñeo y la caza de persistencia, resulta que llevamos un atleta de fondo dentro. Ahora, inevitablemente, la pregunta es: si llevamos un maratonista en nuestro interior, ¿Por qué diantres tengo más molestias que huesos en el cuerpo? ¿Por qué salgo de una fascitis para meterme en una tendinosis, cuando no me duelen las rodillas o los isquios? Toca abordar la tercera gran cuestión.

¿ADÓNDE VAMOS?

Ahora mismo vivimos una discordancia evolutiva. Seguimos siendo aquel simio desahuciado de la casa en el árbol y obligado a desenvolverse en la sabana; aquel simio erguido sin pelo, que aprendió a correr para sobrevivir. Somos ese simio, "pero" metido en un zoo. Igual que si tienes una vaca, no la metes en una pecera, no obligas al caballo a caminar sobre dos patas ni le pones zapatos a las gallinas y les das de comer Donuts; como homo sapiens no estamos hechos para vivir de noche y dormir de día, pasar 16 horas sentados en sillas y en interiores, llevar zapatos estrechos y con tacón desde bebés, socializar a través de Twitter, comer seis veces al día cosas que salen de fábricas y vienen en cajitas de colores, respirar el humo de motores e industrias o estar siempre a 20° gracias a la calefacción y el aire acondicionado.

La discordancia evolutiva explica por qué nos lesionamos al practicar running: hemos adoptado un estilo de vida antinatural, perdiendo nuestras capacidades innatas y desarrollando patologías. En running nos lesionamos porque (1) tenemos atrofiada buena parte de la musculatura involucrada en la carrera, como glúteos, core o pies, (2) tenemos mala técnica, aterrizando de talón, con el pie adelantado y con la espalda encogida, (3) estamos pasados de peso, haciendo que los impactos sean mayores, y (4) administramos mal las cargas, metiéndonos mucha caña cuando el cuerpo aún no está preparado. La prueba de que ese atleta de fondo que todos llevamos dentro sigue ahí son los volúmenes semanales que llevan los y las atletas de Kenia, como Kipchoge y compañía: 200 kms a la semana y sin lesionarse. Se trata de gente normal y corriente, pero, eso sí, que ha llevado una vida físicamente activa desde la niñez, pudiendo así desarrollar la técnica y la musculatura, que eventualmente permitirá asimilar esas cargas tan altas en la vida adulta; y son personas que han llevado siempre una dieta sencilla, basada en productos locales y de temporada, logrando así un peso corporal óptimo.

Si llevaste una vida sedentaria durante la niñez y ahora quieres ponerte a correr, me temo que toca corregir todo lo que hemos ido estropeando a lo largo de décadas antes de poder correr con seguridad. Tocará, seguramente, perder peso y, en todo caso, desarrollar la musculatura y la técnica e ir poco a poco. También puedes saltarte estos pasos, pero ya sabes cuál será el resultado: molestias y lesiones (y antiinflamatorios, visitas a fisios, etc etc).

CONCLUSIÓN

Como sapiens, somos endurance runners natos; de otro modo no habríamos podido acceder a la tan preciada carne, imprescindible para sostener nuestras enormes máquinas de pensar, estos cerebros tan metabólicamente caros. Correr es una maravilla biomecánica: tenemos muelles en los pies, fuerza en el core, movilidad en el tronco y pequeños refrigeradores bajo la piel para correr largas distancias sin fatigarnos, lo que ni siquiera logra un antílope, que sucumbirá a nuestra pertinaz persecución, regalándonos la bomba nutricional de su carne y sus vísceras. Pero, si has llevado siempre una vida moderna, que consiste en pasar 16 horas al día sobre sillas, la del coche, la de la oficina, la de la cocina, la del salón, la taza del baño, y comer a todas horas productos que vienen en cajas de colores, pues habrá que trabajar un poco para reconectar con el maratonista que llevas dentro. Habrá que trabajar la fuerza y la técnica y aumentar la carga progresivamente. Y, entonces sí, poder hacer aquello para lo que la sabana hostil nos moldeó: correr o morir.

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Nos encontramos aquí en siete días, si no antes por el monte. ¡A pisar sendas!

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